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El olvido que seremos. Duelo y Covid-19

Por el 08/05/2020

Edorta-Elizagarate

EDORTA ELIZAGARATE | Jefe de Servicio de Psiquiatría de la Red de Salud Mental de Álava del Servicio Vasco de Salud-Osakidetza

Has muerto en ardiente amanecer del mundo/ has muerto cuando apenas tu mundo, nuestro mundo, amanecía/ has muerto entre los tuyos, por los tuyos. (Octavio Paz). El Covid-19 se ha extendido por todo el mundo. El número de muertes continúa aumentando a pesar de las que parecen buenas noticias con su tendencia. Estamos asistiendo a la desgarradora experiencia de comprobar que la despedida se reemplaza por un duelo colectivo y a distancia.

Desde la edad más remota, en todas las culturas y religiones existen los ritos de la despedida de la muerte. No en vano el templo más antiguo del mundo –Gobekli Tepe, en Turquía– construido hace casi 12.000 años señala el nacimiento de ‘la conciencia de lo sagrado’. La muerte era a los ojos del ser humano y mucho antes de que apareciesen las religiones monoteístas el eje de cualquier meditación sobre el ser humano . En torno a ella se ha edificado lo esencial de la historia del pensamiento y la filosofía y también la peripecia personal de cada uno. Peripecia que se iniciaba con un aprendizaje, pues no somos pocos a los que en nuestra infancia se nos llevaba a visitar a los abuelos moribundos como una última despedida. Somos reales porque somos mortales, y porque somos esto último –habría que añadir–, somos capaces igualmente de dar un sentido a nuestra vida.

Hay un arte de morir, y hay una arraigada creencia de que no hay definición de vida sin la muerte. José Ortega y Gasset calificaba el vivir como un des-vivirse, y afirmaba que no puede triunfar la moral de la vida larga a costa de la moral de la vida alta.

La muerte no solo singulariza y distingue. Una vida sin una incorporación del propio final constituye un quebranto en el tiempo por vivir de los que se quedan. Somos parte de un inmenso collage en el que están los que nos dejaron, pero también los que quedamos y los que todavía no existen. Por eso nos despedimos, por eso el ritual funerario es una expresión de reconocimiento y de agradecimiento del moribundo hacia los suyos, y de estos para con él.

Kant lo formula así: el temor a la muerte en los humanos dio paso a la idea de esperanza, a la aceptación del esfuerzo y del sacrificio con vistas a la consecución de un futuro mejor para los descendientes. Y por eso nos acompañamos. Por eso simbolizamos un legado mediante una despedida. Es la esperanza del individuo que considera aceptable su finitud pensando en el legado que deja a sus hijos.

Durante la epidemia de ébola en Guinea Conakry, los muertos eran enterrados en bolsas de plástico blancas por respeto a las creencias religiosas musulmanas. Los enterramientos se hacían sin la presencia de familiares y la falta de identificación de las tumbas hacia imposible para las familias saber exactamente dónde estaban enterrados y poder así ofrecerles sus rituales como es costumbre.

Los familiares contaban que en las noches aparecían en sus sueños para reclamarles que procediesen con los rituales. Las ceremonias eran necesarias para contribuir al paso de los fallecidos al mundo de lo invisible para que pudiesen con los ancestros velarles y protegerles. Para ellos el mundo espiritual y el mundo real están en constante interacción. Necesitan proceder con sus ritos para que la vida vuelva a su cotidianidad. Que reine el equilibrio entre el mundo de los vivos y el de los ausentes.

La imposibilidad del duelo, de ese último beso, de ese abrazo, nos hunde en la confusión. El que se va jamás habría aceptado una despedida así, lo intuimos y eso nos pone en el más perenne y trágico desconsuelo. Y nos deja siempre en la incertidumbre del dolor de la soledad del que se fue. Y lo que estamos viviendo con esa pérdida por la pandemia de los seres que más queremos nos remite a eso, a la imprevisibilidad, a la injusticia, con el agravante de un amor imposible de expresar para confrontar el sinsentido.

Estos valores son universales. Por eso aquí, con esta forma de morir sin despedida, sin ceremonia del adiós con ritos de despedida sobrevenidos, con telefunerales, no colmata el adiós, el sentido del legado ni del tránsito. Porque esta imposibilidad de realizar esa despedida nos desubica en nuestra manera de vivir la muerte, la de los otros pero también la nuestra. Una muerte desarraigada. No hay articulación compartida del duelo. Angustia del duelo bloqueado, del duelo incapaz de encontrar ese espacio para expresarse, por la imposibilidad de la ceremonia.

Decía Woody Allen en el final de su película ‘Delitos y faltas’ aquello de que «la felicidad humana no parece haber sido incluida en el proyecto universal por cuanto que las cosas ocurren tan imprevisiblemente y tan injustamente que somos solo nosotros con nuestra capacidad para amar los que damos sentido al Universo indiferente». Un poco a la manera en que el inmortal ángel del ‘Cielo sobre Berlín’ decide al enamorarse perder esa inmortalidad por amor.

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